Terrazas

Meredith Stockwell, o cualquier otra del estilo, se tomaba un oloroso a las dos y media de la madrugada, disfrutando del frescor que la madrugada de los sábados regala todos los veranos desde que nací, aproximadamente. Llevaba cuatro días en la ciudad, tres horas en la terraza del bar y ya se había olvidado de su enmoquetada vivienda, allá en el norte lluvioso. Disfrutaba del calor del día junto a las olas y del trasiego nocturno en el centro. Por una temporada, descansaría de las tabernas con calefacción y los chubasqueros.

Foto Lydia Ferrete

La piel de gamba no le escocía ya, incluso se sentía orgullosa de su negligencia. Aquello del color del marisco le hizo recordar el programa que vio en la tele al poco de pisar suelo coquinero. Verano mix o algo así, de la tercera cadena, creía que se llamaba. Dos escenas del mayor cocedero de la tierra, dos planos de la discoteca más barroca y dos imágenes de la playa más llana. Así de simple, así de pobre describían este maravilloso pueblo, gruñó en aquel momento, a tenor de su experiencia en vacaciones anteriores.

Chloe Schatzberg, o la amiga, chapurreando español de colegio, comparó las noches en las terrazas de los bares y las partidas de parchís que ha visto jugar a un grupo de risueñas señoras en sus casapuertas hasta altas horas de la madrugada. Qué folklórico, qué pintoresco. Tan auténtico, tan arraigado como las corridas de toros, responde la otra, que suele deleitarse con detalles antropológicos. Lástima que hayan prohibido la entrada de paraguas por peligrosos, rió la civilizada extranjera, sin querer entrar más en un debate controvertido.

Lo que está prohibido es molestar a los vecinos que están descansando. Así que, o entran al bar o se van para casita. La mirada del camarero es definitiva. Orden de cierre, dos de la mañana. Se están excediendo. Ha llegado la policía. El camarero discute un poco, pero los guiris no se enteran de los detalles. Lo único que saben es que algo va mal. Es como si quisieran ser como nosotros, y nosotros como ellos.

La copa de oloroso se queda a medio terminar sobre la mesa, junto a los botellines vacíos de cerveza belga que bebían los españoles.

Publicado en El Alambique, Diario de Cádiz (13 de agosto de 2010)